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La Regenta

La Regenta

Leopoldo Alas, «Clarín»

Es una de las novelas más importantes de la literatura española. En ella se narra el conflicto interno que vive la protagonista, Ana Ozores. Casada desde muy joven con un hombre mayor que ella, don Víctor Quintanar, no se siente satisfecha. Le falta la pasión que le ofrece don Álvaro Mesía, y la amistad y afinidad personal que encuentra en su confesor, don Fermín de Pas. Los dos lucharán por conseguir a Ana, pero sus intereses son incompatibles.

*

La historia comienza cuando Ana Ozores, la Regenta, conoce al Magistral, don Fermín de Pas, que será su nuevo confesor. Esa noche, en su casa, Ana se prepara para su confesión general con don Fermín.

*

Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.

Después se sentó en una mecedora, lejos del lecho para no caer en la tentación de acostarse, y leyó un cuarto de hora un libro devoto en que se trataba del sacramento de la penitencia en preguntas y respuestas.

«¡Confesión General!» Sí, esto había dado a entender aquel señor sacerdote. Aquel libro no servía para tanto. Mejor era acostarse. El examen de conciencia de sus pecados de la temporada lo tenía hecho desde la víspera. El examen para aquella confesión general, podía hacerlo acostada. Entró en la alcoba. La Regenta dormía en una vulgarísma cama de matrimonio dorada. Sobre la alfombra, a los pies del lecho, había una piel de tigre, auténtica. no había más imágenes santas que un crucifijo de marfil colgado sobre la cabecera.

Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí.

«Nada que revele a la mujer elegante. La piel de tigre, me parece un capricho caro y estravagante, poco femenino al cabo. ¡La cama es un horror! Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de un estudiante. (…) Nada de lo que piden el confort y el buen gusto. Dime como duermes y te diré quién eres.

¡Ah! Debía confesar que el juego de cama era digno de una princesa. ¡Qué sábanas! ¡Qué almohadones! Ella había pasado la mano por todo aquello, ¡qué suavidad! El satín de aquel cuerpecito de regalo no sentiría asperezas en el roce de aquellas sábanas».

Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas.

Abrió el lecho. Sin mover los pies, se dejó caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.

– «¡Confesión general! – estaba pensando -. Eso es la historia de toda la vida». Una lágrima asomó a sus ojos, que era garzos, y corrió hasta mojar la sábana.

Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.

«Ni madre ni hijos».

– ¡Si yo tuviera un hijo!… ahora… aquí… besándole, cantándole…

Otra vez se le presentó el esbelto don Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey Amadeo.

Mesía al saludar humillaba los ojos, cargados de amor, ante los de ella imperiosos, imponentes.

La imagen de don Álvaro también fue desvaneciéndose; ya no se veía más que el gabán blanco y detrás, como una filtración de luz, iban destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro de terciopelo y oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas grises muy espesas… y al fin sobre un fondo negro brilló entera la respetable y familiar figura de su don Víctor Quintanar. Ana Ozores depositó un casto beso en la frente del caballero.

Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle.

– ¿Qué tienes, hija mía? – gritó don Víctor acercándose al lecho.

Don Víctor se sentó sobre la cama y depositó un beso paternal en la frente de su señora esposa. Ella le apretó la cabeza contra su pecho y derramó algunas lágrimas.